Salí de la casa saltando el alambrado roto y desvencijado del fondo. Caminé con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Pateé una latita de conserva de tomates vacía y la miré cómo tropezaba con los terrones desprendidos de las huellas de los carros. Me senté bajo la sombra del algarrobo, a meditar, mirando hacia la laguna.
Aunque no era exactamente “meditar” el término correcto, porque a la edad de entonces esa palabra no formaba parte de mi vocabulario. En realidad, en aquella circunstancia, trataba de saber cuál era el sentimiento que me atravesaba, y al ser escasa, todavía, la posibilidad intelectual con la cual contaba, mis pensamientos quedaron dando vueltas en un círculo interminable, y pasé horas con el ceño fruncido, apoyando los codos en las rodillas, observando los brotes de pasto, sin entender nada.
Con los años supe que aquello en lo cual pensaba se llamaba vergüenza. Había llegado precedida de un agobio de melancolía y cuando esta emoción había cedido, quedé sumido en la tristeza como el condenado por un delito absurdo señalado por el destino. Y el origen de todo fueron los trapos y las latas: esos objetos cercanos que aludían a otro vocablo más crudo que siempre evitaba pronunciar.
Recordé una vez más el episodio, aunque no lo deseaba. La conciencia de mi universo infantil quería abandonar en el olvido al objeto de mi pesadumbre. Nunca lo había podido compartir con nadie, excepto con el silencio, sentado y apoyando la espalda contra el tronco del algarrobo. Me refiero a lo que sentí aquella noche que llegué tarde a mi casa.
Estaba a oscuras. Ya habían apagado las velas.
Me había demorado charlando con los chicos en el baldío de la esquina. Entré apurado y me fui a acostar. Mi padre, mi madre, yo, y mi hermano mayor, así en ese orden, dormíamos apretados, en un único colchón sobre dos camas. Me quité la ropa y tratando de no molestar, busqué mi espacio debajo de las sábanas.
Tenía seis años recién cumplidos y había estado jugando a la pelota en el baldío de la otra cuadra. El cansancio me hizo dormir enseguida.
Muy pronto empecé a soñar con Mariana, la vecina de enfrente. Sus cabellos me acariciaban el cuello cuando aparecieron aquellos pájaros enormes con alas de metal. Tenían picos largos y aleteaban en las copas altas de los árboles, peleando por un lugar entre las ramas. Eran muchos. Quería espantarlos, pero mis manos no me obedecían. La voz de seda de Mariana se desvanecía hasta agotarse por completo. Supe entonces que el sueño se había disipado.
Me había despertado la voz ronca de mi viejo y yo me resistía a abrir los ojos. Apretaba con fuerza los párpados, pero no podía dejar de escuchar los susurros entrecortados de mi madre que perforaban el silencio en la oscuridad de la habitación. Después escuché los jadeos de ambos que rasgaban el sigilo de la penumbra. Ellos estaban haciendo eso que me había dicho mi hermano, y que yo siempre había pensado que era una pelea.
Me había desvelado. Un vacío enorme me expandía el pecho, una soledad infinita me envolvía. Mi padre se detuvo y yo percibí que se había dado cuenta de que yo escuchaba todo. Me sentí un espía descubierto en las sombras. La vergüenza me recorrió la espalda. Luego él continuó. Entendí que saciaban sus deseos como podían, a esa hora y del modo procaz que les permitía la pobreza.
En ese momento me ganó el desencanto. Ellos se amaban con la desesperación obscena de los cuerpos. Con el tiempo comprendí que eso también era una calidad de la condición humana y no una humillación de la virtud, no era un estigma que portaban los más humildes solo por el hecho de serlo. Era una cualidad asociada al arraigo más primitivo del amor.
Los sacudones del colchón, el chirrido del elástico, y los leves empujones de las caderas me habían sacado del sueño. Reconocía la urgencia de mi padre por los empujones rústicos del movimiento masculino. El cuerpo de mi madre ondulaba sus caderas en la simulación de un baile, pero de su garganta salía un gemido. Yo lo asumí como un dolor que le hacía daño, una ferocidad que la violentaba y tuve el impulso de defenderla, de separarla de él. Pero no hice nada.
Permanecí quieto en la cama, sumergido en la penumbra. Presté atención con la angustia encerrada dentro de mis pequeños puños apretados. No sé bien qué imaginé. Tuve ganas de llorar, quise huir, taparme los oídos, o tal vez todo eso junto. Advertí la falta de aire puro. Me empezaba a invadir la tristeza, y adiviné que me iba a sentir lastimado por dentro, como el día en que me dijeron que había muerto el abuelo Manuel.
A la mañana siguiente decidí ocultar la confusión de mis sentimientos. No le conté a mi hermano lo que había pasado. Debía pensar el suceso, que me había cortado abruptamente el sueño, como una isla de barro hundida en la profundidad de mi alma, o aplastada por la lápida muda de los secretos de mi infancia.
Mi memoria empezó, a partir de entonces, a asociar, equivocadamente, la melancolía con los trapos rotos, y a ocultar bajo el rostro de mi inocencia infantil la suciedad de la carencia material. Porque pensaba que todo era parte de lo mismo, y que las camas apretadas eran un rostro más de la pobreza.
Eso me pasó cuando era chico, muy chico.
Pero ahora se hace presente, nítido en medio de mis pensamientos, un acontecimiento posterior. Sucedió en la época en la que Mariana y yo concurríamos al colegio secundario. Recuerdo que una tarde estuvimos charlando hasta que el sol se escondió en el horizonte y la penumbra inundó el barrio.
Ella se fue poniendo cada vez más hermosa, con sus ojos negros y su piel oscura. Nos acercamos a la orilla de la laguna y nos tiramos en el pasto a mirar las estrellas. Yo quería saber algo que no le podía preguntar a los pibes de la barra, porque no eran cuestiones de varones, sino cosas de mujeres.
Me animé.
Le pregunté si los besos le dolían.
—No sé, probemos —me dijo con una sonrisa.
Pensé que la respuesta era una broma. Me quedé callado y debo haber puesto cara de asombro. Ella aprovechó el instante de duda y me dio el más dulce de los besos que recuerde.
Y no me dio tiempo a seguir preguntándole más cosas.
En silencio comenzó con las caricias y después con exigencias más urgentes. Y me encontré repitiendo el mismo ritual que mi viejo, el que me había despertado en aquella noche triste. Me entregué, entonces, a la sabiduría de Mariana, recostado sobre el césped, alumbrado por la luz tenue de la bóveda celeste, mientras murmuraba entre los pastizales de los baldíos, el eco lejano del croar de las ranas a la luna.
Y comprendí, por lo tanto, que los gemidos de dolor de la mujer, eran parte de la comunión extraña de los géneros, y me prometí no indagar más acerca de las emociones que Mariana guardaba detrás de su mirada, ni preguntarle qué sentía en ese momento de abandono, cuando nos acercábamos más al esplendor del éxtasis, con el lucero mirándonos desde el fondo del cielo.
Ella después me dijo que “amor” era el nombre de lo que habíamos hecho y a mí me pareció más intenso que la pobreza.
Mariana me abrió las puertas de un espacio desconocido y con ella descubrí que la vida del barrio, con los trapos y las latas, tenía algo superador, una ternura que valía la pena ser vivida, un perfume, un olor femenino que no olvidaría nunca.
Los tiempos difíciles que viví en la casa de mis padres habían quedado atrás, pero dejaron rastros indelebles, porque en mi memoria se acumularon las palabras filosas con las cuales discutían por aquellos días. El dinero era esquivo como un diablo verde, el hambre castigaba los platos de comida, y el frío era un ácido que en los inviernos mordía las rodillas.
Pero los días de la infancia también me regalaron tesoros, porque conocí la pasión en el borde de una pollera, fue lindo mirar el brillo de la luna en los tejados. Y, además, disfruté de la delicia de contemplar el verano en los almácigos, porque el sol hacía brotar las plantas de lechuga, pintaba de rojo los tomates y les sacaba brillo cuando se acercaba la llegada de las mariposas.
Los recuerdos se pueden contar de diversos modos.
El óxido aflojaba los clavos, abría brechas en las chapas y las ratas corrían entre los tirantes podridos que se acumulaban al borde de las zanjas. Es verdad.
Pero también la alegría recorría mis arterias, al escuchar el susurro de los flecos de los barriletes, que salpicaban con colores el movimiento de las primaveras ventosas. Y transpiraba corriendo tras la pelota, la bendita pelota, ese frenesí indescriptible, con el cual me gané las fiebres de las insolaciones y se oscureció más aún mi piel. Parecía malicia tanta adicción irrefrenable, porque interrumpía las siestas sagradas y quebraba los tallos de los rosales.
A veces el estómago me hacía ruido y yo tensaba los músculos del cuello sin mencionarlo, para no enfurecer a mi viejo, a quién aquejaba la carga de la culpa, cuando advertía que los platos quedaban grandes.
Pero también recuerdo algunas noches que tuvieron una magia superior a la de los libros de cuentos. Con los pibes de la barra inventábamos historias alucinantes de terror mirando la casa abandonada. Imaginábamos que estaba tomada por las brujas. Creíamos ver a esas criaturas asomadas a la ventana desvencijada, o bailando danzas horrendas en el patio, bajo la luz mortecina de la luna. Y después reíamos disimulando el miedo.
Y en ocasiones nos sentábamos a soñar. Hacíamos una pequeña fogata, pensábamos que el futuro era algo tan lejano como los astros celestes que se elevaban mucho más allá de la laguna. Y en esas cosas seguíamos pensando antes de dormirnos.
Cuando llovía me asaltaba nuevamente la humillación de la miseria. En el dormitorio perseguíamos a las goteras verticales con los tachos en la mano, como buscando cucarachas, escuchando el martilleo del agua sobre los techos de cinc.
Pero luego salía el sol y me olvidaba de todo eso. En Año nuevo la gente bailaba en la calle. Y en algún momento, en algún rincón, en el rectángulo oscuro de la sombra de alguna vivienda alejada del ruido, coincidíamos con Mariana. Nos desatábamos los botones y el pecado era un edén irresistible poblado de roces, nos apoderábamos de las zonas húmedas de nuestros cuerpos elaborando la danza nocturna más hermosa del baile.
Estos recuerdos maravillosos son los que echaron claridad sobre las tribulaciones oscuras de los primeros años de mi infancia, rescatando la dignidad de mi origen humilde, entre los trapos y las latas, en medio de las viviendas desparramadas entre los pastizales y las zanjas, más allá del agua de la charca quieta y de los ojos de las ranas asomando entre los juncos.
Y qué otra cosa, sino eso, era mi barrio.
Era el sitio donde vivíamos los pobres, esa palabra que nos dolía y nos marcaba como la lepra. Ahora me acuerdo con cariño de aquellos desvelos nocturnos, cuando mis padres buscaban saciar el deseo en la oscuridad, agitados, manoteando un pedacito de cielo. Hoy sé que el gemido de mi madre no era dolor, era placer de mujer, el mismo que me regaló Mariana la primera vez.
En este suburbio aprendí que lo único que vale la pena en la vida es seguir buscando el perfume del primer amor. Y que para alcanzarlo solo hace falta una ilusión y aceptar que lo pueden asir los livianos dedos del alma.
Ya no turban mis sueños aquellos magníficos pájaros de lata, en este arrabal donde he nacido, el sitio que será, sin duda y para siempre, mi lugar en el mundo.