Nubes sobre el río




Marzo de 2017

Lorena deja atrás la puerta exterior del edificio donde vive y sale a la vereda enfrentando la melancolía de la atmósfera húmeda y el cielo a punto de romperse en gotas. Sujeta los extremos inferiores de la campera de cuero, sube el cierre hasta el cuello y se mete las manos en los bolsillos, como abrazándose. 
Vestida así nomás, con los jeans azules y las zapatillas color turquesa, camina lentamente, casi con elegancia, envuelta en ropa de colores vivos para levantar un poco el ánimo. Eso sí, sin pintura y sin maquillaje. Detestaría que se largue un chaparrón y se le corra el rímel y la miren como a una loca. 
Alza los hombros y con la cabeza erguida avanza por Azcuénaga hacia abajo, hacia el norte, como buscando el suave descenso del terreno que anuncia la cercanía del río. Y piensa.

Me abruma el horror, tengo los sueños quebrados y el frío entre los huesos. Esquivo a la gente en esta tarde plomiza. Las nubes oscuras están suspendidas como un sombrero de grandes alas abiertas sobre Plaza Francia. Hace cinco años de la masacre. Desde esa fecha tengo el alma cortada por el bisturí filoso del recuerdo. Guardo las imágenes detenidas en la memoria para que duelan menos.

Cuando llega a la plazoleta triangular de Pueyrredón se detiene, mira a ambos lados y cruza, sube la pendiente de césped hasta el monumento y avanza un poco más, a un sitio más tranquilo, se sienta en el banco plano de cemento, mirando hacia la avenida del Libertador. Sigue envuelta en sus pensamientos.

No sé decir cuál es la porción más triste de mi cuerpo, no tengo partes, soy un todo que sufre. Y mi miedo está más allá, en los puños de Juan acosándome, tan teñidos de rencor. Él se presenta en mis sueños con la ira en las pupilas y, al sentir esa mirada, mi cabeza estalla porque me sopla la muerte en el rostro. Y todo se vuelve oscuro o rojo.

La hierba está húmeda en este desnivel que se encuentra por detrás de la explanada de la estatua, pero a ella no le importa mojarse los pies. Tiene la constancia innata de su condición de mujer, viene aquí todos los viernes cuando hay nubes sobre el río. Desde esta loma observa el frente del Museo de Bellas Artes y sabe, aunque no alcanza a divisarlo, que más allá, se desliza con disimulo la correntada del amplio estuario rumbo al mar. Hace un rato ha empezado a lloviznar y siente la humedad en la ropa. Decide cubrirse la cabeza con la capucha de la campera, y se cruza de piernas, meditando.

¿Qué hago aquí mirando hacia arriba? Quiero imaginar que bajarán del cielo las almas de mis niñas, y vendrán a mojar sus cabellos claros en la corriente de aguas agitadas, en ese torrente vagabundo escondido tras la espalda del edificio alargado. Pienso en esto y me tiembla la mano, levemente, es un movimiento imperceptible, una onda se extiende hacia la punta de mi dedo y lo mueve, como el viento mueve ahora el extremo del mástil donde flamea la bandera y giran las palomas.

Bajo la garúa tenue que ensombrece el día, Lorena, evoca la noche del bárbaro exterminio, cuando su esposo Juan asesinó a las mellizas, las hijas de ambos, hace cinco años, y le brotan los gemidos, aún tiene el desconsuelo adentro del alma, un tajo le divide en dos su historia. Cierra un puño y con el otro saca el pañuelo para secarse las mejillas, más por las lágrimas que por la llovizna, mientras sigue pensando.

¿Cómo se orientarán en el vuelo las almas de mis nenas si él les ha cegado la vista? ¿Cómo podrán volar golpeando sus alas contra las ramas, contra las paredes claras de los edificios? No puedo olvidar la mueca del espanto en sus ojos. Poco pude hacer mientras él descargaba su furia. No pude sujetarle los brazos fuertes a esa bestia bruta ni callar su rugido enloquecido. A mí también me apuñaló con su daga, pero no me mató, fue aún más cruel al dejarme viva. No pude frenarlo hasta que concluyó la tarea, ciego de odio, no sé de dónde traía tanta rabia acumulada en su cuchillo. Me dejó herida junto a los cuerpos descuartizados sobre la cama.

Levanto la vista buscando en la atmósfera alguna imagen que me devuelva o me reavive los recuerdos de sus sonrisas ¿Por qué vengo aquí si esto significa una tortura más? Porque necesito salir del lodo, cerrar los párpados, aunque sea un instante y poder verlas. Necesito soñar, ver las manos de mis niñas, pero inmaculadas, sanadas por estas aguas bautismales. Quiero imaginar algo dulce, suavizar mi corazón agrietado, quitarme el escalofrío de sus ausencias. Anhelo desatar la amargura tejida entre las fibras de mi alma. Deseo que la humedad del invierno eterno de mi alma condenada se evapore.

Suena el celular en su bolsillo, lo saca y lo acerca a su oído mientras se tapa el otro para escuchar mejor. La llamada es de Tilo que le pregunta cómo se siente. Se conocen del club nocturno “Trópico”, cuando él tenía doce años y ella estaba en sus espléndidos veintiséis. Son amigos desde ese entonces y él conoce su drama. Lorena ahora tiene cuarenta y siete años y el alma rota, corroída por dentro. A pesar de eso sigue siendo hermosa, su rostro de rasgos finos conserva todo su atractivo. 
Endereza la espalda, entorna un poco los párpados prestando atención y contesta: «Bien, todo bien. Sí, sí, estoy aquí, en el mismo lugar de siempre. Sí, no te preocupes…pero hoy no, prefiero que nos veamos otro día, sabés…mañana, mejor mañana…llamame.» Guarda el teléfono en el bolsillo trasero del pantalón, quiere olvidar la presencia de ese objeto cotidiano y continuar hilando pensamientos.

Me acuerdo que esa noche lloraba mucho, no me podía contener, no podía pensar y temblaba ¿Qué había pasado? No sé. Tal vez me quería pegar a mí y pensó que el castigo sería más cruel haciéndole daño a las nenas ¿Por qué no empezó conmigo?, si siempre lo hacía. Y no hubiese pasado nada, yo lo hubiese soportado, lo había hecho tantas veces. Si yo siempre aguanté sus gritos, sus golpes y su violencia. No estuve nerviosa al principio, después sí, cuando comenzó la masacre que me mutiló la vida.

La soledad la invade, no lo puede evitar. Le pasa lo mismo todos los viernes. Viene hasta aquí como un Jesucristo al Gólgota, a sacrificarse una vez más, a someterse a su calvario. Las imágenes, los llantos, los gritos, bailan una danza infernal en su mente, sus demonios la persiguen y no deja de cavilar.

Todavía me acuerdo. En ese preciso momento comencé a sentir el miedo, cuando se escapó cerrando la puerta con ese golpe tremendo. Un diluvio interno me oscureció la mente y la trasformó en musgo. Mis ojos eran una masa viscosa que se me derramaba sobre la cara, estaban tan blandos. No pude evitar mirar hacia otro lado, había mucho color rojo en la habitación. Pasé la tarde y la noche siguientes hecha un ovillo, sin hacer nada, en la cama ensangrentada, gimiendo, inmóvil. El terror no vino de golpe, se acercó con sigilo y me fue apretando hasta dejarme quieta como una piedra. Después de todo ese tiempo transcurrido, interminable, me pude empezar a mover, a tomar consciencia, hacer algo, y recién entonces me levanté despacio a llamar a la policía. Después tuve que soportar el funeral, los pequeños ataúdes blancos, ¡qué horror!

Ahora recuerda que cuando había pasado un año del suceso, entró en una depresión muy intensa y se cortó las venas de la muñeca con una navaja. Esta distracción del pensamiento le hace bajar instintivamente la cabeza. Se levanta la manga de la campera y se mira la cicatriz blanca. Es un ademán incorporado, es un hábito observarse este tatuaje. Es el resabio de aquella determinación dramática para mitigar su angustia definitivamente, aunque solo le sirvió para sumar otro fracaso. En este lugar aislado rodeada de árboles no se siente observada, no está expuesta a las indagaciones furtivas que puedan atizar el rescoldo de aquella humillación.

Aquella tarde dejó fluir el líquido tibio y se dejó ir, buscando los brazos de la nada hasta que todo se puso negro. Pero no logró su cometido. Buscó el descanso y el destino se burló prolongando su penitencia. Los médicos la salvaron ¿De qué la salvaron? —se pregunta —, si la volvieron a colgar de su cruz con el vientre seco. 

Ahora se mira las zapatillas. Se va mojando cada vez más. Y también los jeans, que se oscurecen con el agua. Plaza Francia está solitaria. La lluvia reaviva algunos matices, destiñe un poco la congoja de las flores. Ella sigue sentada ahí de todas maneras. Las gotas acarician su cuerpo desvalido, su figura desamparada tiende a confundirse con los colores apenados del parque. Se sustenta con su estigma indeleble, el de las mujeres marcadas por los destinos desafortunados. 

Una chiquilla se acerca a pedirle una moneda para comprar algo de comida. La voz de la pequeña la saca de sus cavilaciones, pero no se molesta, quiere ver el rostro de esa niña, gira la cabeza y la mira. Debe tener la misma edad que las mellizas, si vivieran. Pobrecita, piensa, la mirada sin ilusión, ahí parada, quieta con la mano extendida. Lorena le dice que no moviendo la cabeza y la nena se va corriendo. La ve cuando se pierde entre los árboles, su figura se empequeñece hasta que se pierde entre los peatones que caminan por la vereda. Y entonces, sigue reflexionando y alza la cabeza.

Juego a que las veo allí arriba, riéndose por encima de la piel del río. Son los bordes grises de los nubarrones, forman los dibujos de los rostros de mis niñas sonriendo suspendidas en el espacio. Despiertan mi imaginación las siluetas difusas que flotan por el aire. Es lo que justifica mi presencia aquí, en estos momentos en que me asalta la melancolía. Se me agrupan las preguntas y pongo en duda la visión de estas imágenes que se arman y se desarman. Vengo a soñarlas danzando en las neblinas tenues y las panzas oscuras que corren en el cielo. A veces tengo una certeza, sí, lo juro, me lo afirman las cosquillas que recorren mi panza y mi vientre, esas señales no engañan a una madre. Y luego dudo de nuevo de estos pensamientos perturbados, oscilo entre la verdad y el engaño en un delicado equilibrio. 

En este momento sube el rubor a sus mejillas y quisiera gritar con toda la furia contenida los nombres de sus hijas. Pero se calla, tantos años pasaron, tiene su garganta arañada de lamentos. Menos mal que no lo ha hecho, la tomarían por loca. Mira alrededor. Entre los árboles hay poca gente paseando, por eso elige este sitio para su intimidad.

Todos los viernes viene aquí, se reconforta en el ensueño de la danza de los flecos de la bruma ahí en lo alto, y hoy le agrada mentirse que ha sucedido algo. Ha percibido un calor entre sus brazos, como si unos pequeños labios bebieran de sus pechos blancos. Ha tenido la sensación de dar la leche tibia como cuando las amamantaba. Todas estas sensaciones calman su pena. Se toma el mentón porque quiere aquietar el temblor que la sacude tratando de evitar más lágrimas. Y continúa luego con sus reflexiones.

Mis ángeles no son pájaros extintos que se estrellan en la superficie del agua, han volado alto, se han ido por encima de las nubes. Ya no imagino sus movimientos, quiero aguardar muda por un rato, por si vuelven, es tan lindo, aunque sé que es en vano, siento que el falso milagro se desvanece en el aire.

¿Cómo puede seguir en pie con tanta muerte encima?, mendigando la aparición fugaz de sus niñas en el cielo, sin siquiera poder acariciarlas. Vuelve a su tormento cotidiano, con la memoria de tanta violencia encarnizada, con sus pesares teñidos de sangre. Sus preguntas se acumulan, ¿se podrá levantar mañana?, ¿cuál es el exorcismo que la puede sacar de este infierno? Todos estos interrogantes se ven plasmados en su rostro serio, en medio de este parque verde, luego del momento de encantamiento que ha imaginado. Pero su mente no se detiene.

A pesar de todo el dolor que ha sembrado, Juan vive. Ese asesino aún purga su delito en la cárcel. Crimen pasional y emoción violenta, esgrimieron en la defensa para encubrir el feminicidio agravado. Él, miserable cínico, cuando los magistrados leyeron la sentencia, seguramente no se acordó del horror en mi cara, de las sábanas con enormes manchas púrpuras, de los chorros escarlata que brotaban de los cuerpos destrozados de las mellizas. Seguro no recordó esa carnicería. Todavía hoy me parece tener ante mi vista el arma enrojecida, congelada en un instante de mi memoria, luego de la devastación abominable de las quince puñaladas que recibieron mis pequeñas. Un animal hubiese sido menos violento. Con ese hombre estuve casada. Pienso que me voy a volver loca, estoy vacía por dentro, con el útero marchito, calcinado, solo existo para contar lo sucedido, mi vida no tiene otro sentido, por eso vengo a intentar calmar un poco de mi pena, acá, todos los viernes.

La piel del rostro se le tensa con un gesto nervioso, se incorpora de su asiento y con las manos en los bolsillos emprende el regreso a su casa. Cruza Pueyrredón, y luego Azcuénaga. Llega a la entrada del edificio, la lluvia ha cesado, saca las llaves y abre. Toma el ascensor, vive en el piso doce. Llega a su departamento y entra. La puerta se cierra detrás, la engulle, y el pasillo queda en silencio.

Han pasado cinco horas desde que dejó el banco del parque. Suena el celular. Lorena lo dejó sobre la mesa. Debe ser una nueva llamada de Tilo. Una brisa cruza la sala, está su ropa empapada esparcida por el piso, la campera, el vestido, hasta la bombacha rosa y el corpiño blanco. La ventana que da al exterior tiene las dos hojas completamente abiertas, las cortinas se agitan dejando ver el hueco descomunal, como si no hubiera pared. 

Abajo, en la vereda está el cuerpo aplastado contra el piso de una mujer desnuda, desarmado sobre las baldosas, boca abajo. La policía ha puesto una cinta amarilla con bandas negras, hay gente que forma un círculo alrededor. Un perito extrae y despliega los instrumentos de la valija, saca fotografías y luego realiza marcas en el piso alrededor del cadáver. 

En cada una de las esquinas hay un patrullero cerrando el paso al tránsito, al lado de una valla está la ambulancia, los tres vehículos tienen encendidas las balizas. Detrás del cerco, el enfermero ha desplegado una camilla, y al lado, el médico espera la orden policial para iniciar el traslado hacia la morgue.



Tilo, con su figura alta y espigada, de casi un metro noventa, recto como un junco, viene caminando apurado, y sin detener sus pasos guarda el celular en el bolsillo derecho de su campera de cuero. Se acerca al patrullero, se inclina, apoya el codo en la ventanilla delantera y habla brevemente con el inspector que está al volante, a quien conoce. 

Luego se separa de él y se asoma por encima de la cinta para ver el cuerpo. Su cara está impasible, como siempre, no se nota ninguna emoción en su rostro, pero ahora advierte que se le han acelerado los latidos. Se da vuelta y sube al departamento de Lorena. Sale rápido del ascensor con las llaves en la mano, sin tocar el timbre abre y entra. Ve la ventana abierta y las ropas tiradas en el piso. Escucha correr el agua en la ducha, su mirada gélida se clava en el fondo, de donde viene el rumor del agua cayendo sobre la cerámica.

—¡Lorena! —su voz clara y estentórea, sin llegar a ser un grito, llega hasta el pasillo que da al baño. Espera algún sonido, alguna señal, su cabeza erguida está atenta, como la de un felino cuando las aves silencian sus cantos ante un cataclismo.
—Acá estoy, ya salgo —dice ella. Su voz se escucha desde lejos porque la puerta de la ducha está cerrada.

Y es ahí que, sin perder la frialdad de su compostura habitual, los músculos de Tilo se relajan. Entonces se sienta, ya más tranquilo y espera. Y mientras tanto, en un gesto en apariencia descuidado, alivia la tensión de los momentos previos, haciendo girar con el dedo el celular que se encuentra sobre la mesa de caoba. Su rostro se mantiene intacto, como si fuese un experto jugador de póker luego de haber ganado la partida decisiva.

Al rato aparece ella, envuelta en una toalla de baño. Se acomoda la melena corta de cabellos negros, lacios, todavía mojados. Le pregunta, intrigada, por qué vino, si pasa algo, mientras lo saluda ofreciéndole la mejilla y retirando con su índice el mechón de ese lado. Tiene sus ojos oscuros irritados porque ha estado llorando mucho. Él le dice que se había preocupado porque no le contestaba el teléfono. Ella se agacha a recoger la ropa tirada y cierra la ventana.

Tilo piensa en los viernes de Lorena, le parece que algún día va a bajar los brazos. Por eso siempre está pendiente, trata de contenerla, conoce toda su tragedia. Solo una mujer puede cargar con tanto dolor ¿De dónde saca fuerzas? A veces la ve endeble, como un trozo de escarcha bajo el paso de las botas de una escuadra de soldados. La imagina suspendida al borde de un precipicio, tomada con los dedos de sus manos delgadas, y soltándose por fin de las rocas, cayendo al vacío dando fin a su martirio, sin ganas ya de sostenerse. A veces teme eso. 

—¿Te preparo un café? —pregunta ella desde la cocina.

Tilo sale de sus pensamientos y contesta que sí, que tiene un rato para quedarse a conversar. Entonces observa en un rincón, junto a la elegante lámpara de pie, la pancarta grande con la leyenda “#NiUnaMenos. Vivas nos queremos” que ella va a llevar a la concentración del 8 de marzo, con letras enormes, en negro sobre fondo blanco, apoyada contra la pared, con un cabo largo de madera de donde la tomará con las dos manos. 

Lorena se asoma desde la cocina, lo ve mirando hacia esa esquina de la sala y le dice seria.

—La estuve preparando anoche.

Y agita la cucharita, revolviendo en el pocillo de café, un poco más rápido que antes.