Ellas bailan



Tilo ha recibido el amor de su madre hasta que empezó a ir al colegio primario; luego, ella se ha ido de la casa. A partir de ese momento, él sufre la condena de la soledad. Para llenar ese vacío enorme que lo ahueca por dentro, busca alguna forma de cariño en las mujeres y el camino que a su corta edad usa, a fin de lograrlo, es soñar. Ahora va detrás de una de esas ilusiones.

Este chico de doce años ya ha vendido todos sus ramitos de violetas a las parejas que van a los bares del bajo, entre San Telmo y Retiro. Entonces baja por las callecitas, desde Plaza de Mayo, va a paso lento hacia el río y se acoda en la balaustrada de la Costanera, más allá del Puerto. Ha tardado en llegar hasta aquí. Viene a ver bailar a las jóvenes sobre las aguas en esta noche de verano, como lo hace siempre que sabe que va a suceder, y está seguro de que va a ser así porque Gabriel lo ha estado diciendo por los bodegones, y el muchacho sabe que, si hay alguien que conoce las cosas mágicas de esta ciudad, es él.

Las damas de Buenos Aires, que ahora están durmiendo en sus alcobas en esta medianoche estival, por un embrujo todavía inexplicable, sueltan sus almas, las dejan libres. Es un acto fantástico que se da en ciertas ocasiones; y estos espíritus se desprenden de sus cuerpos, se elevan por las ventanas y vienen a reunirse acá, bajo este cielo sin luna, a danzar en el medio del río. Se las puede divisar desde la orilla: generalmente llegan vestidas de blanco a rescatar el tenue brillo de las estrellas para que se refleje en sus polleras y logren este esplendor candoroso de vapor mortecino.
 
Solo algunos las pueden ver: los trasnochados doloridos que guardan la astilla de alguna pena de amor clavada en lo hondo, o los que no pueden conciliar el sueño por alguna ausencia de cariño que los sume en la desesperación, o los que están atacados de soledad, perdidos en los confines de esos precipicios, buscando el vértigo, como ese chico flaco que es una sombra que espera la magia al borde del agua, acodado en el balaustre.

Ellas mandan a sus almas aquí, inconscientemente, para liberar los dolores del día, los llantos que no pudieron derramar, pero también los enamoramientos nuevos que festejan enloquecidas. Por eso, en esta fiesta, vuelcan todos sus sentimientos, ríen y lloran la tragedia y la risa de sus existencias cotidianas, es una forma de conjurar sus dolores. Traen sus corazones rojos en las palmas de las manos. Ríen y expanden sus cabelleras cuando giran danzando. Es un espectáculo hermoso.

El ritmo lo ponen las almas mulatas de las uruguayas desveladas, las que moran y medran en la otra costa, que no se ven porque están escondidas un poco más allá, un poco por detrás y por debajo de la línea del horizonte, del otro lado del río. Ellas acompañan la danza golpeando sus manos agitadas en las tinieblas, elevando al aire el sonido de sus tambores desde las sombras de la otra orilla. Ellas, las de acá, ponen la gracia; ellas, la de allá, regalan la música, la sinfonía que gobierna sus desatinos, liberando también las cenizas de sus días, las amarguras y las felicidades. 

Tilo las mira callado, hilando las hebras de sus sueños tristes. No sabe aún si estas imágenes nocturnas que viene a buscar y que está seguro que se presentan ante sus ojos son ciertas o son fantasmas de sus pensamientos, fantasías de su alma huérfana navegando a la deriva en el mar de su imaginación. El pequeño se hace esas preguntas, todavía no tiene las respuestas, pero tan grande es la ilusión que tiene, que se inclina por la certeza. Porque tiene el anhelo, está convencido de que esas mujeres también danzarán para él, que será un acto de amor hacia él, que le van a aliviar la tremenda tragedia que padece: la soledad.

Ellas bailan, las ha visto alguna otra noche. Danzan como locas sobre los espejos líquidos, formando remansos en la corriente que se desvanece tanteando serena la salida al mar. Se levantan las polleras y sacuden sus largos cabellos; están felices, se ríen con todo el rostro, con los ojos, con las bocas.

Las ve como mojan los pies en las olas de la orilla, como corre el agua clara entre sus dedos pequeños. Las ve reírse con las bocas abiertas y los labios pintados de carmines.

Tilo las observa, sonriendo, con su rostro de niño y su mirada oscura. Las mira como si fuesen aves del paraíso. Las desea con el embeleso del amor que le pide el corazón, ese hueco que tiene casi vacío por la ausencia de la madre, ese carozo de desamparo que dentro de su pecho late, que ya está maduro, más que el de una criatura, pero demasiado tierno todavía para ser el de un hombre. A medio camino entre la ternura materna y la pasión de mujer. 

Ellas presienten, perciben la melancolía de todos estos hombres callados y taciturnos, estas pocas figuras espectrales que caminan ahora por la Costanera, desorientados, sin saber dónde recuperar las caricias femeninas que han perdido. Entonces, ellas se dan vuelta, giran, alzan sus brazos blancos y agitan sus pechos, si las miran, por ventura, esos pobres hombres tristes, estas amazonas colocarán algo de alegría en sus pesares.

Quieren seducirlos, pero esquivan las miradas masculinas lascivas, no sea que despierten deseos procaces porque no han venido a eso, son sirenas calladas que les tienden sus manos generosas en gestos a la distancia para despejar las nostalgias. Giran y giran con las polleras sueltas. Sus pies descalzos palpan la piel marrón del río. Miran con sus ojos enormes las luces de los bares, las ventanas iluminadas; pueden ser a veces ninfas, nereidas, ondinas, musas, seres inescrutables que aparecen con el fin de equilibrar los desencantos.

¿Y quién es el Gran Hacedor, el Gran Hechicero que ha preparado este encantamiento para algunas y determinadas ocasiones? ¿Y quién decide en qué momento ponerlo en marcha? ¿Y a quién le comunica en qué momento se producirá la magia? ¿Y qué recompensa busca por aliviar la soledad de los corazones tristes? La misteriosa Buenos Aires tiene las respuestas a todas estas preguntas, pero, como es mujer, su secreto nunca será develado a los mortales que la habitan.

Ellas bailan toda la noche, pero escapan a la madrugada, nunca se dejan tocar por los dedos de la claridad del amanecer; le temen a la luz del día. Tienen que volver a sus dormitorios, a ocupar los cuerpos de las mujeres de Buenos Aires antes que los sueños se les terminen, pues ellas deben despertar completas, porque si las almas no llegan a tiempo se romperá el sortilegio que las acompaña todos los veranos. 

Ya han transcurrido las horas; las bailarinas han estado girando toda la noche brindando este espectáculo deslumbrante en la calidez nocturna, desplegando su danza conmovedora. Están rendidas porque lo han dado todo para disminuir la pesadumbre de los solitarios, una línea de rímel color crema pálido se dibuja a lo lejos anunciando la pronta aparición del día.

Tilo sabe que la danza ha llegado a su fin, ya las figuras de los espíritus, recortadas contra el cielo, se esfuman y, como un viento, como una brisa suave, emprenden el regreso. Él ha estado aquí todo el tiempo observándolas y ha recibido una dosis de amor, a eso ha venido y se va a ir con la ilusión en el pecho de que está menos solo que antes.

Ahora gira la cabeza para ver como las últimas danzarinas evanescentes se pierden, se diluyen entre los edificios y ha visto a lo lejos, cruzando la avenida, una sombra de cabellos desgreñados, con impermeable, que, con paso rápido, se aleja de este lugar. Conoce de sobra ese modo de huir, ese comportamiento esquivo, esa conducta furtiva: es el loco Gabriel. Tilo se queda un rato mirándolo hasta que se hace una sombra chiquita, hasta que lo pierde de vista. Todavía tiene húmedos de la emoción los ojos negros incrustados en esa cara flaca que, ahora, en el silencio de la noche, con los últimos pasos que logra ver de la silueta que se pierde, arruga la comisura de sus labios intentando una sonrisa.

Entonces yergue su cuerpo delgado, se coloca al hombro su mochila y, pensativo, abandona la balaustrada para desandar la Costanera, atravesar el Puerto y perderse por las callecitas caminando rumbo a la villa con las manos en sus bolsillos y la cabeza gacha. La fiesta ha terminado; ya es menos pesada su condena, se va con la ilusión de que lo que ha sucedido es cierto, siente más cerca el amor que le falta, ha disminuido el lastre y es menos doloroso el yugo pertinaz de su soledad.



Este cuento, publicado en las revistas literarias "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro. 24, pag 11), "Íkaro" (COSTA RICA, agosto 2020)  y "El callejón de las once esquinas" (ESPAÑA, Zaragoza, trimestral, Nro. 11) pertenece al libro El sonido de la tristeza.