Nubes sobre el río




Marzo de 2017

Lorena deja atrás la puerta exterior del edificio donde vive y sale a la vereda enfrentando la melancolía de la atmósfera húmeda y el cielo a punto de romperse en gotas. Sujeta los extremos inferiores de la campera de cuero, sube el cierre hasta el cuello y se mete las manos en los bolsillos, como abrazándose. 
Vestida así nomás, con los jeans azules y las zapatillas color turquesa, camina lentamente, casi con elegancia, envuelta en ropa de colores vivos para levantar un poco el ánimo. Eso sí, sin pintura y sin maquillaje. Detestaría que se largue un chaparrón y se le corra el rímel y la miren como a una loca. 
Alza los hombros y con la cabeza erguida avanza por Azcuénaga hacia abajo, hacia el norte, como buscando el suave descenso del terreno que anuncia la cercanía del río. Y piensa.

Me abruma el horror, tengo los sueños quebrados y el frío entre los huesos. Esquivo a la gente en esta tarde plomiza. Las nubes oscuras están suspendidas como un sombrero de grandes alas abiertas sobre Plaza Francia. Hace cinco años de la masacre. Desde esa fecha tengo el alma cortada por el bisturí filoso del recuerdo. Guardo las imágenes detenidas en la memoria para que duelan menos.

Cuando llega a la plazoleta triangular de Pueyrredón se detiene, mira a ambos lados y cruza, sube la pendiente de césped hasta el monumento y avanza un poco más, a un sitio más tranquilo, se sienta en el banco plano de cemento, mirando hacia la avenida del Libertador. Sigue envuelta en sus pensamientos.

No sé decir cuál es la porción más triste de mi cuerpo, no tengo partes, soy un todo que sufre. Y mi miedo está más allá, en los puños de Juan acosándome, tan teñidos de rencor. Él se presenta en mis sueños con la ira en las pupilas y, al sentir esa mirada, mi cabeza estalla porque me sopla la muerte en el rostro. Y todo se vuelve oscuro o rojo.

La hierba está húmeda en este desnivel que se encuentra por detrás de la explanada de la estatua, pero a ella no le importa mojarse los pies. Tiene la constancia innata de su condición de mujer, viene aquí todos los viernes cuando hay nubes sobre el río. Desde esta loma observa el frente del Museo de Bellas Artes y sabe, aunque no alcanza a divisarlo, que más allá, se desliza con disimulo la correntada del amplio estuario rumbo al mar. Hace un rato ha empezado a lloviznar y siente la humedad en la ropa. Decide cubrirse la cabeza con la capucha de la campera, y se cruza de piernas, meditando.

¿Qué hago aquí mirando hacia arriba? Quiero imaginar que bajarán del cielo las almas de mis niñas, y vendrán a mojar sus cabellos claros en la corriente de aguas agitadas, en ese torrente vagabundo escondido tras la espalda del edificio alargado. Pienso en esto y me tiembla la mano, levemente, es un movimiento imperceptible, una onda se extiende hacia la punta de mi dedo y lo mueve, como el viento mueve ahora el extremo del mástil donde flamea la bandera y giran las palomas.

Bajo la garúa tenue que ensombrece el día, Lorena, evoca la noche del bárbaro exterminio, cuando su esposo Juan asesinó a las mellizas, las hijas de ambos, hace cinco años, y le brotan los gemidos, aún tiene el desconsuelo adentro del alma, un tajo le divide en dos su historia. Cierra un puño y con el otro saca el pañuelo para secarse las mejillas, más por las lágrimas que por la llovizna, mientras sigue pensando.

¿Cómo se orientarán en el vuelo las almas de mis nenas si él les ha cegado la vista? ¿Cómo podrán volar golpeando sus alas contra las ramas, contra las paredes claras de los edificios? No puedo olvidar la mueca del espanto en sus ojos. Poco pude hacer mientras él descargaba su furia. No pude sujetarle los brazos fuertes a esa bestia bruta ni callar su rugido enloquecido. A mí también me apuñaló con su daga, pero no me mató, fue aún más cruel al dejarme viva. No pude frenarlo hasta que concluyó la tarea, ciego de odio, no sé de dónde traía tanta rabia acumulada en su cuchillo. Me dejó herida junto a los cuerpos descuartizados sobre la cama.

Levanto la vista buscando en la atmósfera alguna imagen que me devuelva o me reavive los recuerdos de sus sonrisas ¿Por qué vengo aquí si esto significa una tortura más? Porque necesito salir del lodo, cerrar los párpados, aunque sea un instante y poder verlas. Necesito soñar, ver las manos de mis niñas, pero inmaculadas, sanadas por estas aguas bautismales. Quiero imaginar algo dulce, suavizar mi corazón agrietado, quitarme el escalofrío de sus ausencias. Anhelo desatar la amargura tejida entre las fibras de mi alma. Deseo que la humedad del invierno eterno de mi alma condenada se evapore.

Suena el celular en su bolsillo, lo saca y lo acerca a su oído mientras se tapa el otro para escuchar mejor. La llamada es de Tilo que le pregunta cómo se siente. Se conocen del club nocturno “Trópico”, cuando él tenía doce años y ella estaba en sus espléndidos veintiséis. Son amigos desde ese entonces y él conoce su drama. Lorena ahora tiene cuarenta y siete años y el alma rota, corroída por dentro. A pesar de eso sigue siendo hermosa, su rostro de rasgos finos conserva todo su atractivo. 
Endereza la espalda, entorna un poco los párpados prestando atención y contesta: «Bien, todo bien. Sí, sí, estoy aquí, en el mismo lugar de siempre. Sí, no te preocupes…pero hoy no, prefiero que nos veamos otro día, sabés…mañana, mejor mañana…llamame.» Guarda el teléfono en el bolsillo trasero del pantalón, quiere olvidar la presencia de ese objeto cotidiano y continuar hilando pensamientos.

Me acuerdo que esa noche lloraba mucho, no me podía contener, no podía pensar y temblaba ¿Qué había pasado? No sé. Tal vez me quería pegar a mí y pensó que el castigo sería más cruel haciéndole daño a las nenas ¿Por qué no empezó conmigo?, si siempre lo hacía. Y no hubiese pasado nada, yo lo hubiese soportado, lo había hecho tantas veces. Si yo siempre aguanté sus gritos, sus golpes y su violencia. No estuve nerviosa al principio, después sí, cuando comenzó la masacre que me mutiló la vida.

La soledad la invade, no lo puede evitar. Le pasa lo mismo todos los viernes. Viene hasta aquí como un Jesucristo al Gólgota, a sacrificarse una vez más, a someterse a su calvario. Las imágenes, los llantos, los gritos, bailan una danza infernal en su mente, sus demonios la persiguen y no deja de cavilar.

Todavía me acuerdo. En ese preciso momento comencé a sentir el miedo, cuando se escapó cerrando la puerta con ese golpe tremendo. Un diluvio interno me oscureció la mente y la trasformó en musgo. Mis ojos eran una masa viscosa que se me derramaba sobre la cara, estaban tan blandos. No pude evitar mirar hacia otro lado, había mucho color rojo en la habitación. Pasé la tarde y la noche siguientes hecha un ovillo, sin hacer nada, en la cama ensangrentada, gimiendo, inmóvil. El terror no vino de golpe, se acercó con sigilo y me fue apretando hasta dejarme quieta como una piedra. Después de todo ese tiempo transcurrido, interminable, me pude empezar a mover, a tomar consciencia, hacer algo, y recién entonces me levanté despacio a llamar a la policía. Después tuve que soportar el funeral, los pequeños ataúdes blancos, ¡qué horror!

Ahora recuerda que cuando había pasado un año del suceso, entró en una depresión muy intensa y se cortó las venas de la muñeca con una navaja. Esta distracción del pensamiento le hace bajar instintivamente la cabeza. Se levanta la manga de la campera y se mira la cicatriz blanca. Es un ademán incorporado, es un hábito observarse este tatuaje. Es el resabio de aquella determinación dramática para mitigar su angustia definitivamente, aunque solo le sirvió para sumar otro fracaso. En este lugar aislado rodeada de árboles no se siente observada, no está expuesta a las indagaciones furtivas que puedan atizar el rescoldo de aquella humillación.

Aquella tarde dejó fluir el líquido tibio y se dejó ir, buscando los brazos de la nada hasta que todo se puso negro. Pero no logró su cometido. Buscó el descanso y el destino se burló prolongando su penitencia. Los médicos la salvaron ¿De qué la salvaron? —se pregunta —, si la volvieron a colgar de su cruz con el vientre seco. 

Ahora se mira las zapatillas. Se va mojando cada vez más. Y también los jeans, que se oscurecen con el agua. Plaza Francia está solitaria. La lluvia reaviva algunos matices, destiñe un poco la congoja de las flores. Ella sigue sentada ahí de todas maneras. Las gotas acarician su cuerpo desvalido, su figura desamparada tiende a confundirse con los colores apenados del parque. Se sustenta con su estigma indeleble, el de las mujeres marcadas por los destinos desafortunados. 

Una chiquilla se acerca a pedirle una moneda para comprar algo de comida. La voz de la pequeña la saca de sus cavilaciones, pero no se molesta, quiere ver el rostro de esa niña, gira la cabeza y la mira. Debe tener la misma edad que las mellizas, si vivieran. Pobrecita, piensa, la mirada sin ilusión, ahí parada, quieta con la mano extendida. Lorena le dice que no moviendo la cabeza y la nena se va corriendo. La ve cuando se pierde entre los árboles, su figura se empequeñece hasta que se pierde entre los peatones que caminan por la vereda. Y entonces, sigue reflexionando y alza la cabeza.

Juego a que las veo allí arriba, riéndose por encima de la piel del río. Son los bordes grises de los nubarrones, forman los dibujos de los rostros de mis niñas sonriendo suspendidas en el espacio. Despiertan mi imaginación las siluetas difusas que flotan por el aire. Es lo que justifica mi presencia aquí, en estos momentos en que me asalta la melancolía. Se me agrupan las preguntas y pongo en duda la visión de estas imágenes que se arman y se desarman. Vengo a soñarlas danzando en las neblinas tenues y las panzas oscuras que corren en el cielo. A veces tengo una certeza, sí, lo juro, me lo afirman las cosquillas que recorren mi panza y mi vientre, esas señales no engañan a una madre. Y luego dudo de nuevo de estos pensamientos perturbados, oscilo entre la verdad y el engaño en un delicado equilibrio. 

En este momento sube el rubor a sus mejillas y quisiera gritar con toda la furia contenida los nombres de sus hijas. Pero se calla, tantos años pasaron, tiene su garganta arañada de lamentos. Menos mal que no lo ha hecho, la tomarían por loca. Mira alrededor. Entre los árboles hay poca gente paseando, por eso elige este sitio para su intimidad.

Todos los viernes viene aquí, se reconforta en el ensueño de la danza de los flecos de la bruma ahí en lo alto, y hoy le agrada mentirse que ha sucedido algo. Ha percibido un calor entre sus brazos, como si unos pequeños labios bebieran de sus pechos blancos. Ha tenido la sensación de dar la leche tibia como cuando las amamantaba. Todas estas sensaciones calman su pena. Se toma el mentón porque quiere aquietar el temblor que la sacude tratando de evitar más lágrimas. Y continúa luego con sus reflexiones.

Mis ángeles no son pájaros extintos que se estrellan en la superficie del agua, han volado alto, se han ido por encima de las nubes. Ya no imagino sus movimientos, quiero aguardar muda por un rato, por si vuelven, es tan lindo, aunque sé que es en vano, siento que el falso milagro se desvanece en el aire.

¿Cómo puede seguir en pie con tanta muerte encima?, mendigando la aparición fugaz de sus niñas en el cielo, sin siquiera poder acariciarlas. Vuelve a su tormento cotidiano, con la memoria de tanta violencia encarnizada, con sus pesares teñidos de sangre. Sus preguntas se acumulan, ¿se podrá levantar mañana?, ¿cuál es el exorcismo que la puede sacar de este infierno? Todos estos interrogantes se ven plasmados en su rostro serio, en medio de este parque verde, luego del momento de encantamiento que ha imaginado. Pero su mente no se detiene.

A pesar de todo el dolor que ha sembrado, Juan vive. Ese asesino aún purga su delito en la cárcel. Crimen pasional y emoción violenta, esgrimieron en la defensa para encubrir el feminicidio agravado. Él, miserable cínico, cuando los magistrados leyeron la sentencia, seguramente no se acordó del horror en mi cara, de las sábanas con enormes manchas púrpuras, de los chorros escarlata que brotaban de los cuerpos destrozados de las mellizas. Seguro no recordó esa carnicería. Todavía hoy me parece tener ante mi vista el arma enrojecida, congelada en un instante de mi memoria, luego de la devastación abominable de las quince puñaladas que recibieron mis pequeñas. Un animal hubiese sido menos violento. Con ese hombre estuve casada. Pienso que me voy a volver loca, estoy vacía por dentro, con el útero marchito, calcinado, solo existo para contar lo sucedido, mi vida no tiene otro sentido, por eso vengo a intentar calmar un poco de mi pena, acá, todos los viernes.

La piel del rostro se le tensa con un gesto nervioso, se incorpora de su asiento y con las manos en los bolsillos emprende el regreso a su casa. Cruza Pueyrredón, y luego Azcuénaga. Llega a la entrada del edificio, la lluvia ha cesado, saca las llaves y abre. Toma el ascensor, vive en el piso doce. Llega a su departamento y entra. La puerta se cierra detrás, la engulle, y el pasillo queda en silencio.

Han pasado cinco horas desde que dejó el banco del parque. Suena el celular. Lorena lo dejó sobre la mesa. Debe ser una nueva llamada de Tilo. Una brisa cruza la sala, está su ropa empapada esparcida por el piso, la campera, el vestido, hasta la bombacha rosa y el corpiño blanco. La ventana que da al exterior tiene las dos hojas completamente abiertas, las cortinas se agitan dejando ver el hueco descomunal, como si no hubiera pared. 

Abajo, en la vereda está el cuerpo aplastado contra el piso de una mujer desnuda, desarmado sobre las baldosas, boca abajo. La policía ha puesto una cinta amarilla con bandas negras, hay gente que forma un círculo alrededor. Un perito extrae y despliega los instrumentos de la valija, saca fotografías y luego realiza marcas en el piso alrededor del cadáver. 

En cada una de las esquinas hay un patrullero cerrando el paso al tránsito, al lado de una valla está la ambulancia, los tres vehículos tienen encendidas las balizas. Detrás del cerco, el enfermero ha desplegado una camilla, y al lado, el médico espera la orden policial para iniciar el traslado hacia la morgue.



Tilo, con su figura alta y espigada, de casi un metro noventa, recto como un junco, viene caminando apurado, y sin detener sus pasos guarda el celular en el bolsillo derecho de su campera de cuero. Se acerca al patrullero, se inclina, apoya el codo en la ventanilla delantera y habla brevemente con el inspector que está al volante, a quien conoce. 

Luego se separa de él y se asoma por encima de la cinta para ver el cuerpo. Su cara está impasible, como siempre, no se nota ninguna emoción en su rostro, pero ahora advierte que se le han acelerado los latidos. Se da vuelta y sube al departamento de Lorena. Sale rápido del ascensor con las llaves en la mano, sin tocar el timbre abre y entra. Ve la ventana abierta y las ropas tiradas en el piso. Escucha correr el agua en la ducha, su mirada gélida se clava en el fondo, de donde viene el rumor del agua cayendo sobre la cerámica.

—¡Lorena! —su voz clara y estentórea, sin llegar a ser un grito, llega hasta el pasillo que da al baño. Espera algún sonido, alguna señal, su cabeza erguida está atenta, como la de un felino cuando las aves silencian sus cantos ante un cataclismo.
—Acá estoy, ya salgo —dice ella. Su voz se escucha desde lejos porque la puerta de la ducha está cerrada.

Y es ahí que, sin perder la frialdad de su compostura habitual, los músculos de Tilo se relajan. Entonces se sienta, ya más tranquilo y espera. Y mientras tanto, en un gesto en apariencia descuidado, alivia la tensión de los momentos previos, haciendo girar con el dedo el celular que se encuentra sobre la mesa de caoba. Su rostro se mantiene intacto, como si fuese un experto jugador de póker luego de haber ganado la partida decisiva.

Al rato aparece ella, envuelta en una toalla de baño. Se acomoda la melena corta de cabellos negros, lacios, todavía mojados. Le pregunta, intrigada, por qué vino, si pasa algo, mientras lo saluda ofreciéndole la mejilla y retirando con su índice el mechón de ese lado. Tiene sus ojos oscuros irritados porque ha estado llorando mucho. Él le dice que se había preocupado porque no le contestaba el teléfono. Ella se agacha a recoger la ropa tirada y cierra la ventana.

Tilo piensa en los viernes de Lorena, le parece que algún día va a bajar los brazos. Por eso siempre está pendiente, trata de contenerla, conoce toda su tragedia. Solo una mujer puede cargar con tanto dolor ¿De dónde saca fuerzas? A veces la ve endeble, como un trozo de escarcha bajo el paso de las botas de una escuadra de soldados. La imagina suspendida al borde de un precipicio, tomada con los dedos de sus manos delgadas, y soltándose por fin de las rocas, cayendo al vacío dando fin a su martirio, sin ganas ya de sostenerse. A veces teme eso. 

—¿Te preparo un café? —pregunta ella desde la cocina.

Tilo sale de sus pensamientos y contesta que sí, que tiene un rato para quedarse a conversar. Entonces observa en un rincón, junto a la elegante lámpara de pie, la pancarta grande con la leyenda “#NiUnaMenos. Vivas nos queremos” que ella va a llevar a la concentración del 8 de marzo, con letras enormes, en negro sobre fondo blanco, apoyada contra la pared, con un cabo largo de madera de donde la tomará con las dos manos. 

Lorena se asoma desde la cocina, lo ve mirando hacia esa esquina de la sala y le dice seria.

—La estuve preparando anoche.

Y agita la cucharita, revolviendo en el pocillo de café, un poco más rápido que antes.

El violín



Noviembre de 2018


I

Todos los noviembres ocurre un fenómeno que perfuma de poesía las calles de Buenos Aires. De repente, un día cualquiera, aparecen las veredas pintadas. Una capa de color en la cual yacen esparcidas las motas apretadas ocultando las baldosas, debajo de esos árboles, como si hubiesen llorado toda la noche, mojando el piso con sus lágrimas, por algún desconsuelo que desconocen los hombres.

Cuando llega la hora del crepúsculo, el sol va desmayándose con sus rayos naranja, las arterias de Palermo se tiñen de una penumbra rosada, y esos relumbres ya tibios, producen un efecto asombroso, único, iluminan las flores caídas de los jacarandás, que forman un tapiz lila intenso, lo cual seduce a pensar, que las han coloreado los ángeles. 

Del mismo modo el amanecer brinda un escenario fluorescente, que despierta una especie de agitación en el río. Desde las copas semiesféricas de estos árboles, de hojas verde musgo, caen estas trompetitas violáceas, como si fuesen gotas de rocío, derramadas de los párpados de mujeres hermosas, de tallos alineados, con dedos cargados de flechas, parecidos al helecho, de foliolos diminutos y afinados, similares a los de los pinos.

Pero en este mes, además de la maravillosa metamorfosis que ostenta en todo su esplendor la Naturaleza en esta ciudad, hay desdichas y hay diosas que reparan daños en la vida de los hombres que aquí viven. En forma misteriosa ocurren sucesos, y tendrá lugar aquí uno de esos acontecimientos mágicos que enlazan a las almas que padecen, con los movimientos de las estaciones, con las flores que en este momento caen como lágrimas azules de estos espléndidos árboles.

Este es el espectáculo que ve el polaco Jedrek, cuando llega, con su convertible blanco, a su departamento que está frente al Jardín Botánico, sobre la avenida Santa Fe. Generalmente vuelve de madrugada. Es el dueño de uno de los clubes nocturnos más elegantes de Buenos Aires, “Rinoceronte”, y del bar más conocido de Constitución, “Trópico”. Es un tipo seco, de cabello rubio, tiene la mirada helada incrustada en sus ojos claros, no le gusta hablar mucho con la gente, tiene cincuenta y tres años de edad.

Lo conoció a Tilo cuando éste era un pibe de diecisiete años, en la época en que vendía ramitos de pensamientos en el Bajo. En ese entonces, les hacía los mandados a las chicas que trabajaban en la calle Salta, en los tiempos en que recién empezaban a prosperar los negocios. Ahora tiene treinta y cuatro, es el encargado de Relaciones Públicas y su socio, en especial del club que está en Barrio Parque, el sitio donde vive la clase más adinerada de la ciudad. 

Es su mano derecha, le tiene confianza. Se ocupó de él como de un hermano menor, lo sacó de la villa y lo ayudó a terminar los estudios, él trabaja en sus locales, sabe cuidar a las chicas, conoce la noche. A veces lo manda a supervisar a los encargados del boliche de Constitución. Es joven, pero sabe tratar con la policía. Además, controla que la droga no se mezcle con los empleados y también le hace de guardaespaldas. 

Hace poco le compró un departamento de dos ambientes, a media cuadra del suyo, sobre la misma avenida. Ahí Tilo escribe en su tiempo libre, le gusta hacerlo al amanecer cuando llega de trabajar, aquí tiene sus libros, y muchas veces lo hace escuchando música suave, para animar a su inspiración. La ventana de esta habitación, da de lleno al Jardín Botánico, a este lago amplio de plantas y pájaros. A veces, de día, va a sentarse a leer en alguno de los bancos que hay en los senderos de ese parque, en especial a los que están cerca de la “Columna del Tiempo”, ese enigmático monumento austro-húngaro que, en su parte superior, en épocas pasadas, marcaba la hora de las principales capitales del mundo, con el reloj de sol, la bóveda celeste y el círculo zodiacal. 

El parque es un triángulo boscoso bordeado por Santa Fe y Las Heras. Es un lugar casi mitológico que conoce y visita con frecuencia, con miles de árboles, plantas y arbustos de todas las especies, cuatro invernaderos escondidos entre la densa vegetación esparcidos por el predio, y el invernáculo principal vidriado de estilo “art nouveau” con estructura de hierro forjado pintada de color negro. Al principio, cuando hacía poco tiempo que se había instalado en este barrio, se quedaba asombrado durante horas ante esos prodigios.

Nunca le contó al polaco de las historias míticas que todos conocen en el barrio, de las viejas que van a alimentar a los gatos que se esconden en los recovecos, y de los fantasmas, que se ven por la noche, porque a Tilo no le gustan ni los gatos ni los fantasmas, él es de ángeles y duendes. Además, no es conversación que le interese al frío corazón de su socio.

En el centro del bosque está el edificio principal de estilo inglés que siempre le gusta observar, con la caprichosa forma de un pequeño castillo de libro de cuentos, con ladrillos rojizos a la vista, diseñado y construido en 1881.

Diseminadas como al azar hay esculturas que nunca se cansa de mirar, esparcidas por los canteros, y en uno de los extremos del parque, puede ver las esculturas del conjunto llamado “Pastoral”, que representa a tres de los movimientos de la sexta sinfonía de Beethoven, que es el compositor favorito de Jedrek.

En el centro de la fuente llamada “La Primavera”, en la parte noroeste del jardín, se encuentra la “Ondina de Plata”, una escultura de una ninfa de agua de la mitología escandinava. Está realizada en mármol, semidesnuda, y él siempre se detiene a observarla con cuidado, porque le parece que el escultor ha logrado la figura de una joven bellísima. 

Le gusta imaginar que pertenece a la cultura griega, en vez de la nórdica, porque dice que la griega le otorga más encanto. Aunque para aquellos eran deidades femeninas menores, siempre sostuvieron que estaban destinadas a cuidar de jardines, fuentes, y arboledas como ésta. Esta historia le cierra mejor que la otra, y se promete agregarlo a las anotaciones que está haciendo, piensa introducirla en el cuento que tiene a medio hacer.


II

Ni él, que es una de las pocas personas cercanas, le ha conocido alguna mujer a Jedrek, desde que llegó al país, porque es un tipo que tiene el interior devastado. Nunca pudo olvidar a su esposa, que murió de un mal terrible en la tristeza invernal de Los Cárpatos. Desde aquel acontecimiento ha caído, con el paso de los años, en la desolación, ese oscuro estado del alma. 

Cuando Elka murió, él pidió que la cremaran, y antes de venir a afincarse en Buenos Aires, le encargó a la vecina de la casa de su pueblito natal, cerca de aquellas montañas de Europa del Este, que le guarde la urna provisoriamente. Todos en el club saben que Tilo fue el que se encargó de traer la caja, con las cenizas a la Argentina, y que también lo convenció al polaco, para que las enterrara al pie de un árbol, que estuviese en el Botánico, cerca de la fuente. 

Le dijo que era de buen augurio que la ninfa cuidara esas cenizas, porque algunos poetas, le comentó en ese momento, han sostenido que ellas son inmortales y se mantienen siempre jóvenes. De manera que era el mejor sitio en el cual el alma de Elka estaría a buen resguardo. Él leyó en los libros, que esas deidades son ondinas acuáticas, por lo que considera que están relacionadas con las nereidas, como las que están en la parte superior, de la fuente de Lola Mora, en la Costanera Sur, la fuente a la que él va siempre a pedir por su madre. Y él tiene una fe inquebrantable en que algún día la va a encontrar, que la va a recuperar para siempre, y es por eso que quiere entusiasmarlo, es por eso que lo va a llevar a ese sitio que es como un monasterio, es el lugar sagrado a donde va a rogar, es su Muro de los Lamentos al que va a pedir que se cumpla el deseo más importante que persigue, en su todavía corta existencia.


III

El polaco decidió interrumpir su intercambio emocional con el mundo a partir de la muerte de su esposa. Cerró de ese modo la puerta de su corazón, quiso arrinconar allí, solo los buenos recuerdos de Elka. Hace dos años hubo una mujer, que quiso colocar una semilla de amor, en la aridez de su espíritu, pero sus elementos afectivos están tan dañados por el dolor y la culpa, que no permiten que en ese lugar crezca ninguna flor, y de inmediato desatan huracanes que destierran cualquier intento. 

Ese movimiento eterno que anida en su alma, le incrementa el rencor contra sí mismo, lo lleva a la indolencia, le cauteriza cualquier sentimiento. Está agrietada por dentro, como un campo yermo donde nada crece, y ya ha pasado tanto tiempo, que hasta los recuerdos de su amada Elka, ya se le están atrofiando. Es un páramo, es una persona casi vacía.

Cuando comenzaron a caer las primeras flores púrpuras de los jacarandás de la avenida Santa Fe, empezó a tener problemas para poder dormir, daba vueltas y vueltas en la cama, hasta que una noche tuvo la revelación que nunca hubiera imaginado.

Se levantó y fue hacia la ventana, que daba al Jardín Botánico, porque quería saber de dónde venía ese sonido familiar, que le trastornaba el sueño. Era un sonido de violín que venía de afuera, se asomó ante la inmensidad verde, que se extendía quieta delante de él, y se dio cuenta que venía de ahí, cerca del lugar donde estaban las cenizas de Elka. 

Estuvo un rato mirando la arboleda en la quietud de la noche, y el sonido se fue apagando hasta el silencio. Cerró la cortina despacio, se pasó la mano por la barbilla, volvió a la cama, dejó la Beretta 9 mm sobre la mesa de noche, apagó la luz y pudo conciliar el sueño, después de un tiempo y con alguna dificultad. 

Es una persona que se da pocos gustos. Le atrae mucho, por ejemplo, escuchar música en la soledad de su habitación. Se inclina por la de los clásicos alemanes, los dramáticos como Wagner, los rusos, o los melancólicos italianos, pero sobre todo le agrada Beethoven. Las noches siguientes, sentado en el sillón, o estando ya en la cama, le llegó en algún momento ese sonido suave que no termina de identificar. 

Es la melodía de un violín que brota desde la oscuridad del follaje y se cuela por su ventana, a veces se trata de una melancólica aria de Bach, y a veces es un murmullo triste en el aire nocturno, el adagio en sol menor de Giazotto, según sea el estado del alma que viene a sensibilizarlo. 

La tercera noche que se asomó para escuchar el sonido, pudo ver una claridad entre las ramas, que desde la distancia no podía definir. Se vistió, bajó, y arrimado a la reja negra del parque, pudo ver de dónde venía. Trepó por los barrotes sin hacer ruido y saltó al otro lado, luego fue avanzando por los canteros. Fue ahí cuando la divisó entre los árboles. Era nítida la figura de su esposa joven, vestida solamente con un camisón blanco, casi transparente. Llevaba el pelo suelto hasta la cintura, frotaba el arco en las cuerdas del violín que tenía aprisionado, entre el mentón y el hombro, arrancando las notas del instrumento con los ojos cerrados. Estaba parada al costado de la fuente de la ondina.

Estuvo quieto, incrédulo todavía, mientras sonaba la música, con los músculos en tensión, la mandíbula apretada, apoyado en el tronco de un pino para no desvanecerse de la emoción que se le había atorado en la garganta. 

En esa condición estaba cuando, como un manantial que brota después de siglos bajo tierra, con la fuerza contenida de la lava de su dolor, comenzaron a resbalarle las lágrimas por la cara, sin que atinara a secarse, espantado y embelesado como ante la figura de un ángel, fascinado por el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. 

Sabía que la imagen que estaba viendo, tenía todos los atributos de la realidad, estaba seguro que no era una alucinación. Con el pecho oprimido por la angustia, tuvo la aguda sensación de sufrir un cataclismo interno, como un rayo que le recorría todo el cuerpo. 

Se tomó las sienes con las dos manos, y con su cabeza a punto de estallar, cayó de rodillas en el pasto húmedo. 

En esta postura, sin desviar la mirada que sostenía sobre Elka, fue viendo cómo se desvanecía su imagen al mismo tiempo que acometía los últimos compases de la pieza. 

Esa noche no durmió de tan extenuado que estaba.


IV

A la mañana siguiente decidió hablar con Tilo. El muchacho, que es muy perceptivo, se dio cuenta de que el polaco tenía un tema entre manos, era cerrado, le costaba decir las cosas, entonces le propuso que se cruzaran enfrente. Vienen juntos a veces aquí, a pasear por los senderos internos de trozos de ladrillo rojo, cuando tienen un problema de difícil solución, caminar por aquí les hace pensar mejor, el chico dice que hay una mejor “energía”, y en eso coincide con Selva. 

En el centro de este bosque fascinante en medio de la ciudad, el silencio reina entre las plantas, no se escucha el ruido del tránsito de las avenidas, solo los trinos de todo tipo de pájaros perforan la atmósfera vegetal, la plenitud de los aromas de flores calma angustias y soledades, aquí se puede conversar en voz baja, como en una biblioteca.

—Decime…anoche… ¿escuchaste un sonido de violín que venía desde los árboles de enfrente? Suavecito…

—No… —Tilo giró rápidamente la cabeza para observarle el rostro desnudo, y lo vio al borde de una revelación—, es rara la pregunta que me hacés, ¿y qué sentiste en ese momento?

—Físicamente nada, comenzó diciendo con una zozobra interna, un malestar…

—Sí, seguí.

—Primero pena, y después una culpa gigante que no puedo explicarte con palabras, luego fue creciendo una bruma intensa en mi cerebro que no pude ver con claridad, creí que no lo iba a poder soportar hasta que terminó la melodía, me había tomado la cabeza con las manos y tenía los ojos cerrados —dijo repitiendo el gesto—, no sé si me creés.

—Por supuesto, no lo dudo —dijo. Y asintiendo con la cabeza, le puso la mano en el hombro—. Estás temblando polaco, tranquilo, es una señal que trae buen augurio.

Así quedó cerrada la conversación, pero Tilo salió cavilando del jardín, y se quedó pensando largo rato en su departamento.
A Jedrek lo acosa la culpa, pero ya no huye de su fantasma, la desolación de su alma por la desaparición de su esposa es una batalla que ya tiene perdida, está con el espíritu resignado, no busca nada, el rencor contra sí mismo le paraliza los sentimientos, está casi vacío de ellos. Ni siquiera la tristeza se atreve a esa soledad, tiene su interior deshabitado de todo. 

En la noche de Buenos Aires se encuentran tipos como él, pero generalmente encallados en las barras, o en las mesas de los bares, metiendo los dolores en un vaso de alcohol, o en las líneas de la cocaína, para poder seguir, porque solos no pueden. Él, en cambio, es un tipo duro, porque puede sin esas ayudas, y, además, aún espera el milagro de llegar a una situación límite, una que le ofrezca la oportunidad de darle el último desenlace a su vida.

Tilo no, porque él nació entre las latas, las botellas, la basura, en un hogar destrozado de entrada, el único amor que tuvo fue el de su madre, a la que va a seguir buscando, la va a perseguir hasta que se muera, y en esa tarea va a colocar toda su fortaleza. Todas las mujeres son ella, la vida que tiene por delante es un cielo lleno de estrellas por descubrir.


V

Todo el día siguiente Jedrek se lo pasó pensando. Al fin se decidió y la fue a ver a Selva, la que tira las cartas y que vive en el mismo edificio que él, en el último piso. Tocó timbre y ella lo hizo pasar. Siempre tiene las habitaciones en penumbras, es habitual el fuerte aroma a sahumerios de la India que llena el ambiente. Ella es una mujer mayor que él, de rasgos finos, alta y seductora. 

El rostro de rasgos delicados, rímel color negro en las pestañas, sombra violeta en los párpados, carmín en los labios, de donde sale una voz cálida que se ondula suave, casi cantando, la cabellera negra recogida en una trenza. Se sentó en el sillón y le clavó una mirada inquisidora buscando que le dijese a qué había venido. El polaco le contó lo sucedido esa noche y lo que había visto.

—Selva, estoy loco, la veo —dijo casi en voz baja, abriendo los ojos, moviendo la cabeza para todos lados como si alguien pudiera escucharlos.

—Está en otro plano, querido… es una buena señal —le respondió ella, con una sonrisa, recostándose en el sofá, invitándolo a que se relajara. 

—Sacámela de la cabeza.

—Bueno, tranquilo...mirá, tenés que elegir.

—¿Elegir qué?

—O te quedás o te vas con ella, no es una decisión fácil, tomate tu tiempo, no tenés porqué hacerlo ya.

Y ahí Selva le explicó cómo era el tránsito por ese lugar que no es ningún lugar, es un no lugar, donde el tiempo y el espacio se quedan sin dimensión definida. Y él fue entendiendo que se trataba, ni más ni menos que de entregar su vida a la muerte. No era un negocio más en la vida del polaco. Se trataba de entregar el cuerpo y borrar la culpa, recuperar a su mujer, ambos en espíritu, debido a lo cual tenía que pensar en no fallar en la redención y en las deudas que debía atender, en pensar muy bien esa jugada.

Ese fue el momento en que la mente atrancada de Jedrek se destrabó, como si esa mujer le hubiese puesto aceite a su mecanismo sentimental. Y empezó a funcionar de a poco. Él, en cierto modo, ya lo había decidido antes de ir a verla, estaba entregado a lo que ella dijera, de modo que va a empezar su búsqueda, para alcanzar el plano que ella le ha mencionado, el que lo aísla del mundo donde se encuentra Elka. 

No ha perdido la calma, la puerta del arcón de los recuerdos, que tiene cerrada hace muchos años, empieza a abrirse. El llano de la desolación comienza a disponerse a que lo ilumine algún lucero del cielo de la esperanza.


VI

La noche siguiente va con Tilo, a la fuente de Lola Mora. Se sienta con él a unos metros del monumento y observa la obra de arte. Es una magnífica valva, en la que hay tres tritones con caballos del séquito de Poseidón, que custodian el centro. Allí se alza una roca sobre la que se encuentran las dos nereidas que sostienen a la diosa Venus. 

Ninguno de los dos sabe el nombre de ellas, cuál es cada una entre las cincuenta conocidas. Pero Tilo ya ha decidido que es Galatea, la que está más cerca. Le cuenta la historia de las hijas de Nereo, que acompañaban a las almas de vivos y muertos a la Isla de los Bienaventurados. 

Y se confiesa diciendo que siempre viene a verla, a la que está en primer plano, la que se encuentra adelante, y siempre le pide que vaya en busca del espíritu de su madre para traerla aquí a Buenos Aires. Ahí hace una pausa, con un nudo en la garganta, y lo mira a los ojos al polaco, lo observa buscando en la profundidad de sus pupilas agrandadas. Jedrek quiere que siga contando, pero no se lo dice, sigue con los labios cerrados en el silencio de la noche, bajo la inmensidad de la luna que ilumina la fuente. Lo envidia sanamente porque sabe que tiene suerte, el alma de su esposa lo ha venido a buscar, pero él todavía tiene que seguir esperando, por su madre. 

Tilo está pensando, mientras gira lenta la rueca que hila en su memoria, que fue Galatea la que llevó el recado a la ninfa del Botánico, esa orden de desatar el espíritu de las cenizas. No lo dice, pero está convencido. En sus libros ha leído que los navegantes españoles que han circulado por estas aguas marrones, también han visto nereidas y, que todas las aguas, mares y ríos en algún lugar deben unirse, que el tiempo no existe y que la mitología es verdad. 

Se quedan un rato más en silencio y emprenden el regreso.


VII

El polaco la va a ver a Selva, esta noche ella le va a decir lo que tiene que hacer.

—¿Ya te decidiste?… ¿qué querés hacer querido? Decime.

—Me voy con ella.

—Bueno… yo ya te preparé algo para que tomes…pero antes te cuento una historia.

Ella ya se ha anticipado, sabía que la tentación de Jedrek era muy fuerte y no iba a desistir, lo conocía bien, había mirado muy profundo sus ojos cuando había venido la primera vez. Mientras le coloca en la palma de la mano el preparado, le cuenta casi en susurros la leyenda guaraní.

—Hubo un muchacho indígena que se enamoró de una hermosa española llamada Pilar, y el padre, cuando los descubrió juntos, los mató a ambos por celos —hace una pausa, pero no baja la vista de la frente del polaco, que está encandilado todavía con la mano extendida—, después, el mismo padre, se arrepintió y fue a buscarlos al lugar del asesinato. Allí, en vez de los cuerpos de la pareja, encontró un espléndido árbol de jacarandá. 

Selva le dice que el té de flores lilas, éstas que tienen forma de campanita, lo va a elevar en su viaje que lo conducirá a la unión con Elka, que va a quebrar la ausencia y sanar la culpa, que lo va a acercar a ella al lugar donde el tiempo se desvanece en la eternidad, y eso es música que llega desde el cielo para iluminar su futuro.


VIII

El polaco comenzó a tomar el brebaje con rigurosidad antes de ir a costarse. Trataba de ser constante, no quería fallar, se le había despertado una confianza ciega en las artes de Selva, a veces sus pensamientos se remontaban a los recuerdos de su niñez, en su memoria conservaba las hazañas que lograba la anciana de su pueblo natal con sus hierbas, sus pócimas y sus pomadas sanadoras, que tenían poderes sobrenaturales y curaban enfermedades que los médicos no podían. 

Al principio se le comenzó a agriar el ánimo porque no veía ningún avance, lo cual le duró varias semanas, y estuvo a punto de dejarlo de lado y olvidarse del asunto. Luego se puso más parco que de costumbre, se iniciaron los cambios más positivos y se le empezó a aliviar el alma, con la música que le hacía llegar su esposa. Al menos eso es lo que él siempre le comentaba a Tilo. Cambió mucho desde entonces, porque siguió imaginando que veía a su mujer, y la soñaba siempre con el violín de abeto soltando melodías todas las noches.

En el momento en que cayó la última flor lila, ya desaparecida la alfombra azul de la vereda, cuando se distinguían claramente los frutos, en forma de castañuelas, en una noche calurosa de enero, él decidió que era el momento de irse con ella. 


IX

Fue Tilo el que encontró el cuerpo sin vida de Jedrek en su departamento. Tendido boca arriba, parecía dormido y presentaba, cosa rara porque su cara era inmutable, una sonrisa en la boca. Y fue él quien se ocupó del trámite de avisar a la seccional. Se lo comunicó a Selva con un breve llamado. Al rato ya estaban allí el inspector de la comisaría veintitrés, con el que hablaba casi todas las noches por los asuntos del club nocturno, y el médico que vino con la ambulancia que estaba estacionada abajo. El forense dijo.

—Muerte natural.

Una vez que terminaron todos los procedimientos, Tilo se puso a escribir esta historia. No estaba triste por la muerte del polaco. Así todo estaba mucho mejor, lo iba e extrañar, eso sí, pero estaba animado porque pensaba que Jedrek estaría sonriendo, por fin se había quitado la enorme espina de la soledad que llevaba clavada en su corazón. Encendió la luz de la lámpara de su escritorio y un esplendor iluminó la ventana. Se sentó y comenzó a teclear. Su rostro pecoso de aristas finas tomaba una apariencia color canela bañado por la lumbre de la pantalla, la mirada gélida de sus ojos celestes parecía más cálida esta noche. 

Había escrito unas pocas líneas. “La culpa nace de la íntima convicción de que se ha cometido una falta terrible, un daño irreparable. Es un sentimiento atroz que pudre el alma día a día, la vida se convierte en un buque que naufraga sin hundirse, una jeringa que inyecta veneno en las venas del adicto. Porque el que carga con la culpa no reflexiona, no puede, solo siente y padece sus estragos ¿Y quién puede juzgar a ese hombre culpable? Solo los dioses, no es materia que esté al alcance de la sabiduría de los hombres.” 

Y en eso estaba cuando empezó a escuchar una suave melodía que venía de enfrente. Se levantó, fue hacia la ventana y desplazó la cortina con la mano, miró hacia el follaje, allí, entre los árboles del Botánico, luego tomó las llaves y caminó hacia la salida, había decidido bajar a la calle a ver si veía algo.

Abrió la puerta y sintió que había pisado un papel doblado, lo abrió y reconoció la letra ganchuda del polaco. Era una carta de despedida, y en ella le dejaba un mensaje para él y para Selva. En ese trozo de papel colocaba su última voluntad, y le pedía al muchacho que le dijera a ella que ya había llegado, que estaba con Elka y que iba a mandar una señal.

Tilo se lo fue a decir a Selva y regresó. Esa noche de verano la calma era total, salió al portal de su edificio, apoyó la espalda en la columna, y miró con interés hacia las plantas. Luego se acomodó mejor, con ese gesto que conservaba de niño. Se sentó en el escalón amplio de la entrada, recogió las rodillas y las juntó, tomándolas con ambas manos. 

Vio que ya no estaban los capullos azules de forma tubular de los jacarandás en la vereda, ya había terminado la floración en la ciudad de Buenos Aires, cumpliendo con los delicados designios que van marcando el ritmo de las estaciones, y entonces percibió que algo mágico estaba por suceder. 

No vio ninguna luz entre el follaje, pero empezó a escuchar el aria melancólica, sonando en las cuerdas de un violín cuyo timbre particular, tan conocido, buscaba el sendero para salir por el borde de las hojas, desde ahí enfrente, filtrándose suavemente entre las ramas que se mecían al calor de la noche. 

Miró hacia arriba y vio la silueta de Selva acodada en la ventana con la mano jugueteando entre sus cabellos. Ella miraba hacia el mismo sitio que él, justo hacia el mismo punto, más allá de las rejas perimetrales, entre los árboles del Jardín Botánico. 

Ella y Tilo, ambos, buscaban con los ojos el lugar de donde provenía ese sonido, esa música que no dejaba de arrancarles, una sonrisa de satisfacción.

La tarde de las mariposas negras


19 de octubre de 2016

Cuando llueve, Buenos Aires se pone melancólica y de esa enfermedad nos contagiamos todos los porteños, sobre todo si es llovizna y no neblina, y aún más si la oscuridad se cierne sobre los faroles encendidos. Y en esta noche no se festeja nada, se padece, es un miércoles sombrío. La Plaza de Mayo luce triste, está cubierta de miles de paraguas negros, está colmada de mujeres de brunos vestidos, resueltas a todo, medio millón, dicen algunos, de corazones partidos y de vidas hechas pedazos. 

Tilo vino a acompañar a Lorena, pero en su cabeza ausente su madre deambula en pensamientos delirantes que se le escapan hacia el cielo oscuro, ella debería estar aquí, con él. Tanto dolor hay en el aire que cuesta respirar. De repente hay cantos que se repiten y, como una mortaja que cubre todo, se van sumando más voces hasta que estallan en un coro espasmódico que sopla las sombrillas hacia arriba. De repente la multitud se calla y se escuchan quejas, llantos apagados, hay sensación de muerte en esta explanada que se expande hasta las calles laterales, tanta desdicha junta marchita las plantas y las flores de los canteros a martillazos de ira.

Nadie se mueve a pesar de que todo se empapa, hasta el alma de estas mujeres que han sufrido vejaciones se humedece más, sus labios ya han venido mojados de lejos a posar aquí sus murmullos. El líquido de arriba y el líquido de dentro le producen borrones de rímel en el rostro. No les molesta. Tienen historias tristes para contar, muchas han sido duramente golpeadas, los dedos delgados se les aprietan en sus puños, las comisuras de los labios no marcan las sonrisas que se les han marchitado hace siglos. Sus vestimentas nocturnas las vuelve estandartes del martirio. Lloran y gritan. Buenos Aires se espanta, porque es mujer también y lo percibe en su cabellera y en sus pechos delgados de río de agua dulce, que en esta ocasión de disgusto solo dan leche amarga.

El dolor late en los ojos de todas ellas, rezuman un gusto salado sus mejillas. Si se pudiera robarle un beso a cada una, se notaría que, cada uno de estos corazones ha venido en llamas aquí a gemir su propio sufrimiento, a contar su historia de castigos y de horrores, de cuchillos y navajas. Han venido a dejar que escapen por su boca las historias de sus suplicios, porque ya ha pasado demasiado tiempo, ya hace mucho que las tienen retenidas en sus gargantas.

Y todas estas mariposas negras han venido en este crepúsculo, porque de día el sol les habría lastimado más aun sus heridas abiertas, les habría calentado demasiado la sangre. Y ya no quieren, la tragedia les ha enfriado el torrente rojo de las arterias. Ya, algunas, se acercan al vacío de sus últimas instancias. Casi exangües, se han acercado hasta aquí a despejar su grito del pecho, debajo de estas alas tristes y oscuras, como murciélagos nocturnos, abandonadas al desamparo yermo de sus almas ahuecadas, socavadas, cercenadas sus carnes por los manotazos de la furia innecesaria de los hombres violentos.

Y algunas han traído un cartel con letras pintadas a mano, sencillas, pero de trazos firmes y certeros. Algunas quizás los han escrito con las manos embadurnadas de rabia. Otras, tal vez, los han garabateado con la mano de la desesperanza que da el paso del tiempo, del dolor de saber que no se repara en sus tragedias. Otras, al tomar el lápiz entre sus dedos habrán sentido la soledad de haberse tenido que quedar detrás de las ventanas, o refugiarse en el silencio de la culpa mentirosa cuando se cerraron los postigos, o cuando se corrieron las cortinas, o cuando se apagaron sus alegrías detrás de los golpes en algún cerrar de puertas, para que no se oigan sus gritos desgarradores.

Pero hoy están aquí, con los ojos como luciérnagas tibias iluminando sus pasos tenues, firmes en su camino hacia el centro de esta Plaza que las convoca y quiere cobijarlas, vienen seguras a encontrar otros rostros, otras miradas que cargan con la misma angustia, y se han ido uniendo alrededor de este punto, para acunar juntas sus desgracias, mirando hacia arriba, perdiendo el maquillaje bajo las caricias de las gotas de lluvia, que han ido marcando y dibujando arroyos que agigantan la tristeza que llevan a cuestas.

Lorena trae en sus cuarenta y seis años sus fantasmas de tanto grito desguarnecido, de tanta pérdida que por años ha enmudecido, que ha callado mansamente y ahora no puede contener de furia, y no sabe contra quién descargarla; ha pasado tanto tiempo que en parte se le han quedado los recuerdos escondidos entre los pliegues de la memoria, solo tiene entre sus manos un papel con los nombres de sus hijas, de las que no pudieron ser, de las que han sido asesinadas por su marido en un día enloquecido que nunca olvidará. Solamente Tilo sabe este secreto, y en él se afirma ella, tomándolo del brazo entre la multitud abigarrada, que no es toda femenina, hay algunos hombres de rostros sombríos que acompañan el dolor que invade este atardecer, que estremece hasta el vuelo de los pájaros.

Y Tilo, se olvida que tiene treinta y dos años, ahora vuela con sus pensamientos hacia el niño que era cuando vendía estampitas por los bodegones del Bajo, en la época en que creyó ver a su madre en la Calle del Pecado, siempre buscándola, la tiene presente también hoy, como no, porque supo de su cautiverio de prostíbulo, cuando ella era casi una nena. Él lo averiguó muchos años más tarde, y sabe en carne propia que el olvido no se hace cargo fácilmente de ese tipo de recuerdos. Piensa, entre esta multitud, cuando él era un pibe de cinco años, cuando su madre era una joven acorralada y tuvo que dejarlo, cuando ya tenía el estigma marcado en su mirada y llevaba a cuestas las amarguras de lo padecido, y tuvo la ternura de no decírselo a él porque era muy pequeño, porque no quería hacerle daño. Tilo recuerda esa mirada que ocultaba las marcas del castigo y la congoja se le atraganta en el cuello.

Qué sentirán algunas de estas mariposas a las que le han quitado de un ramalazo una vida, dos vidas, las hijas que han traído al mundo, que han parido de su vientre y que aun siendo pequeños ángeles, les ha caído encima y por dentro una tormenta, una mano bruta y masculina las ha despedazado, un huracán de odio incontenible les ha arrebatado el aire a sus niñas, las ha dejado sin viento y sin sangre, solo restos de ellas han quedado para que la mamá los junte y haya podido dejar esos huesitos solos en el frío de una fosa.

Vienen decididas a dar testimonio, algunas calladas porque se han quedado roncas, o porque ya no les han quedado palabras para decir y contar sus penas o las de las de sus niñas o las de sus madres, los golpes recibidos, las heridas lacerantes en su carne. Sus ropas son oscuras, sus alas lucen negras, su canto lúgubre provoca zozobras en los espíritus, solo su tez es blanca, pálida de tanto espanto, secos sus párpados de tanto río derramado, dejan que esta pequeña agua del cielo les caiga encima, las abrigue, las proteja. No es lluvia, dicen, son lágrimas.

Una línea muy delgada



Lucas, el psiquiatra, me dijo que mi trastorno obsesivo compulsivo no tiene ninguna característica que se pueda asociar a la tanatofilia —me encanta coleccionar mis traumas en forma de palabras—, que no tengo tendencia al suicidio. Se lo pregunté sin hacer demasiado hincapié en el tema. No se dio cuenta que estoy preocupado debido a lo que está pasando con el plan de Lucrecia Hoffman.
 
Ayer estuve en la redacción, fui a entregar el artículo de interés para el suplemento Ciencia que me habían pedido, y de paso quise escuchar las últimas novedades que había en Policiales. Con el último ya sumaban tres los cadáveres que había encontrado la policía. El fiscal no tenía pistas claras, lo que sí había eran coincidencias. Los tres masculinos jóvenes, los tres circuncidados, los tres parcialmente comidos por las ratas, casualmente los órganos sexuales estaban intactos.

Lucrecia es de familia alemana, y al igual que yo ya no tiene parientes vivos. Tampoco tiene amigos alemanes en el país ni en el exterior. Siempre quiso actuar sola y no tener conexión con ningún alemán ni con ningún judío, yo le servía porque tampoco tengo familiares de esa comunidad.
 
Me había pedido datos antes de empezar con el plan y el gordo me los dio servidos en bandeja. Fue hace un poco más de tres semanas. Era lunes por la tarde. Yo estaba fumando en la cama, pensando donde conseguir información acerca del mito sobre la pérdida de sensibilidad con la circuncisión, para el artículo que tenía que entregar a la revista. Las referencias me iban a servir para ambas cosas, para ella y para la nota de la revista. Cité a Matías en un bar de la avenida para tomar un café.

—Gordo decime, vos sos judío ¿no? —y ni bien terminé de decirle esto se le borró la sonrisa de la cara. Me miró fijo.

—¿Qué me estás preguntando? —dijo ni bien se compuso.

—Oíme, no te enojés —le dije parándolo en seco—, necesito hacerte una consulta.

—Si se trata de religión conseguite un rabino.

—Cuando eras chico —empecé— a vos ¿te hicieron la circuncisión?

El gordo se quedó medio chato. No sabía si la cosa iba en serio o en broma, pero al fin se dio cuenta que yo estaba interesado en serio, le dije que tenía que escribir sobre eso y se fue calmando. Le fui sacando toda la información que pude, terminamos hablando de alguna pavada más y nos despedimos. A él se la habían hecho a los cinco años con anestesia general.

Yo tenía que hacer un artículo de interés sobre el tema, y eso me servía, pero además le pude sacar un dato esencial que necesitaba Lucrecia. 

Al día siguiente fui a verla a la casa, se lo comenté, ella no quedó conforme pero ya había tomado la decisión. Tres semanas después empezaron a aparecer los cadáveres. Combinábamos las direcciones donde los iba a dejar el miserable de Gordon y un par de días antes yo alimentaba las ratas de esos lugares para que hicieran la parte final de la tarea. Sencillo.

Los diarios hablan de un asesino serial, la policía y el fiscal está un poco desconcertados, pero siguen trabajando en el caso. El tipo no mata a cualquiera, sus víctimas son varones, la única característica en las que coinciden es que todas están circuncidadas, pero lo más extraño es que no todas son judías. Parece que el tipo es cirujano y al que secuestra, si no está circuncidado, él se ocupa de operarlo, después los mata. Todavía están empezando los peritajes, esta investigación recién empieza y no se sabe cuál es el móvil que lleva al tipo a hacer esto.

El otro día fui al departamento de Lucrecia y discutimos fuerte, en realidad el que gritaba era yo, ella estaba tranquila. Le dije que parara con todo esto, que la iban a encontrar tarde o temprano, que hiciera desaparecer su celular, que lo incinerara, que lo tirara al Riachuelo. Yo necesitaba que se deshiciera de él, estaba contaminado con mi número de teléfono. Me irrita de por sí todo lo que se contamine, pero en este caso estaba mi vida de por medio. Yo estaba alterado, más que de costumbre, porque sabía que si la agarraban a ella también podía caer yo.

Por eso estoy fóbico, hoy fui a comprar una pistola y dos cajas de municiones. La tengo acá en la mesita de luz. Está cargada. Hace dos días que no salgo, me lo paso yendo de la sala al dormitorio. Después que fui a la armería pasé a comprar un pack de botellas de whisky por el supermercado chino que está a la vuelta. No hago más que vaciar botella tras botella.
 
Estoy ansioso, eso me juega en contra, me lo paso encendiendo y apagando la televisión. La tengo en volumen cero para que no me taladre la cabeza. Solo sintonizo los noticieros. También los atados de cigarrillos se vacían más rápido. Cada vez me quemo más los brazos con la punta de los puchos, ahora empecé por el costado del pecho. Tengo miedo. Consumo más dosis de sedantes que de costumbre. Por suerte no aparecen ya más cadáveres.

Lucrecia es una mina cruel, la trataron muy mal de chica. Siempre vivió en esa casa antigua que está en el borde Palermo. La casa la construyó el padre, “el alemán” le decían en el barrio, un tipo oscuro. Era médico y se había especializado en embalsamar gente, algo que no lo hace cualquiera, tenía el “taller” en su casa. Ella fue su única hija y el padre la hacía presenciar todo, el tipo tenía la convicción de que contaba con el poder de vencer a la muerte, estaba loco, sus trabajos eran cada vez más perfectos. Un día lo encontraron colgado del cuello, pendiente de una soga que había atado a una viga del artesonado del techo. 

El padre, además, le inculcó a ella el odio hacia los judíos, le metió el odio en la sangre. Y para colmo, la madre la torturó psicológicamente, le decía que estaba maldita, que ella no había querido engendrarla, le decía esas cosas todo el tiempo. Lucrecia se hizo adulta con esa hiel en su interior, y eso gestó en su cabeza, una especie de revancha hacia su madre, un síntoma que se organizó hace poco en su mente macabra: la necesidad imperiosa de tener una hija. Se puso de novia, tenían relaciones, pero él no podía tener orgasmos. 

A partir del momento, en que se enteró de que yo estaba preparando el artículo, sobre el mito de la circuncisión para el suplemento, se empezó a interesar por el asunto, me empezó a hacer preguntas. Fue cuando me pidió ese dato tan importante. Ella había estado investigando sobre los últimos estudios científicos, había opiniones contradictorias. El gordo me había dicho que nunca había tenido problemas con la sensibilidad, yo le dije que era parte del mito, que no era una verdad confirmada. Pero ella estaba tan desesperada que cualquier información le interesaba. 

El novio tenía fimosis, hacer el amor con Lucrecia era una tortura para él. Al principio la perversidad la ganó, disfrutaba con su padecimiento. Después, empezó su obstinación por quedar embarazada, lo convenció para operarlo. Le dijo que se le acabaría el dolor y podría eyacular sin dificultad. Pero no tuvieron el resultado esperado, el seguía sin tener orgasmos. Llegaron las peleas hasta que la situación se hizo insostenible y pasó lo peor. Después siguieron las otras dos muertes, el odio y su crueldad ya eran incontenibles, se le habían desatado esos viejos nudos, estaba desquiciada. De esto último me estoy enterando ahora, cuando miro la televisión.

Ahora, que son las diez de la noche, he subido el volumen, no puedo creer lo que estoy viendo. Hay móviles de la policía enfrente de la casa de Lucrecia. La encontraron muerta. Se llevaron detenido al homicida. Es el hermano de uno de los chicos asesinados, del único que no era judío, el primero de todos. Con el que ella había estado de novia hasta hace poco tiempo.

El hermano de la víctima la mató de varias puñaladas después de una violenta pelea y luego le serruchó el cráneo, precisamente por donde ella se dibujaba la línea delgada del maquillaje.


Este cuento pertenece al libro Lucrecia.

Un papel con pocas líneas


   Estás escribiendo una carta, esta noche, en el aislamiento de la habitación del hostal del campus de esta prestigiosa Universidad de la India. 
   La soledad te invade, pero tu mano está firme sobre el papel, tu rostro de piel oscura se inclina sobre la hoja. Tus ojos negros no podrán mirar a tus amigos cuando la lean, no estarás cerca de ellos, no quieres ver lágrimas en las mejillas de los demás. Has sido el culpable de esto, solo tú eres el que has traído los problemas contigo, tú mismo has cargado con la condena de la sangre, tú eres el que lleva el estigma de baja estirpe, de haber nacido en esa casta indeseable.
   Sientes que hay una grieta que se agiganta entre alma y cuerpo. Te has convertido en un monstruo. 
   Siempre has querido ser escritor, y al final, llegas a la conclusión de que este mensaje será tu único legado.
   Has sido un enamorado de los astros, has pasado noches eternas observando las estrellas, arrobado ante la grandeza de la Naturaleza. Has visto que el espíritu de los hombres hace tiempo se ha separado de ella, del Universo infinito e inescrutable que se extiende mucho más allá del alcance de la vista. Has observado con dolor y con abatimiento como los sentimientos de los hombres y mujeres se van desvaneciendo y eso te incrementa el desaliento. Te ha sido cruel aceptar que, en este mundo, es tan difícil amar como fácil es hacerse daño unos a otros, y te has cansado finalmente.
   Te has convencido, el valor de una persona se ha reducido a un número, a una cosa. No la tratamos como a un maravilloso ser pensante, como a una gloria hecha de polvo de estrellas. Eso piensas, eso colocas en esta carta triste, la primera y última que escribes con este fin, y pides perdón por si tal vez no llegue a tener sentido para los demás.
   Piensas que puedes estar equivocado, también, en tu comprensión del mundo, en tu modo de entender el amor, el dolor, la vida y la muerte. 
   Estableces que no había ninguna urgencia en hacer lo que vas hacer, pero quieres terminar con esto de estar corriendo siempre, desesperado por empezar a vivir. Tu nacimiento en la casta intocable fue tu accidente fatal. Tu pasado te ha sentenciado, pero no te sientes herido en este momento. Estás simplemente vacío. No sientes preocupación por ti mismo, y es por eso que estás decidido a hacer esto.
   Dices que la gente te podrá tomar como un cobarde, como un egoísta una vez que te hayas ido de esta vida. Tu no crees en los fantasmas o los espíritus después de la muerte, sientes que eres libre de pensar esto. En tu opinión no hay nada absoluto, crees que puedes viajar a las estrellas. Y saber acerca de los otros mundos inciertos que imaginas.
   Pides que tu funeral sea silencioso y suave. Que todos se comporten como si simplemente hubieses pasado sin dejar rastro, como la luz de una vela. Pides que no derramen lágrimas por ti. Sabes que serás más feliz muerto que vivo. Pasarás de las sombras a las estrellas.
   Ruegas que no se moleste ni a tus amigos ni a tus enemigos por este acto de dignidad y esperas que sirva para redimir algo, para mitigar las penas de los tuyos. Para eso ofrendas tu vida. 
   Y es entonces cuando miras hacia el techo, te levantas de la silla y tomas la soga con la mano para comenzar tu última tarea sobre la tierra.